De John D. MacDonald. En DeBolsillo.
"En lo que me concierne, no soy un escritor, soy alguien que escribe…" (Thomas Bernhard)
Montero Glez regresa a las librerías. Y la alegría es doble porque se trata de una compilación de artículos, que a mí me flipan (tengo leídas unas cuantas antologías de Cela, Umbral, Ruano, Marías... y, sí, Vila-Matas): son alrededor de 50 columnas de prensa para aprender y degustar la prosa viva y guerrera de uno de los mejores, que se maneja siempre en las teclas con precisión torera y pulso de artificiero. Aunque el leitmotiv es la música, hay espacio para otros temas: la noche y sus pícaros, las andanzas de unas cuantas celebridades, la literatura y otros menesteres. Montero lee un libro o escucha un disco y esto ya le sirve de motor para el artículo, que merodea por los vericuetos de su experiencia, de sus charlas y de sus lecturas: como debe ser. Libro chiquito pero matón.
[Papelillo Editorial]
Es admirable la capacidad del editor de Muñeca Infinita para encontrar libros notables, inéditos u olvidados en España, pequeños tesoros que no deberían pasar desapercibidos. Es el caso de esta breve novela de los años 30, de un autor rumano que ni me sonaba (Nicolae Dimitru Cocea): una especie de cuento encantador sobre un joven que conoce a Manole, un anciano vividor, entusiasta y dueño de varios viñedos. Éste le da unas cuantas lecciones sobre la vida. Es un personaje muy grande: entre gruñón y simpático, como Anthony Quinn en algunas películas. Me parece un libro muy vitalista, muy fresco, igual que esas historias del cine ambientadas, yo qué sé, en La Toscana, donde un personaje inicia un camino de aprendizaje y descubre que el único misterio de la existencia es que hay que aprovecharla y disfrutar. El volumen incorpora un cuento (de temática parecida) de la escritora Corina Sabău.
[Muñeca Infinita. Traducción de Borja Mozo Martín]
Ed McBain, pseudónimo de Evan Hunter (nombre real: Salvatore Lombino), es uno de esos autores de género negro cuyos libros suelen verse en las librerías de saldo. Me refiero a las ediciones más antiguas. Porque las que a mí me interesan (las de RBA, que son traducciones "nuevas") suelen estar a precios prohibitivos. El otro día, sin embargo, tuve un golpe de suerte porque encontré Ojo con el Sordo a 2 euros en la librería del mercado de Lavapiés: era tan barato porque allí los libros los cobran al peso, como en la carnicería. 
Apenas había leído a McBain y sus historias sobre el procedimiento policial. Son novelas corales en las que el protagonismo no recae en un poli sino en varios: los de la Comisaría del Distrito 87, que trabajan codo con codo, cada uno ocupándose de una función: en este caso tratando de resolver las pistas que un ladrón, apodado El Sordo, envía para que traten de desentrañar dónde será su próximo golpe. Es una novela atípica, que combina el humor, los diálogos secos y rápidos y unos cuantos pasajes de prosa sólida y deslumbrante. Rara pero muy satisfactoria. 
[RBA Libros. Traducción de Cristina Andreu Giménez] 
Chris Offutt regresa a los relatos con muchísima fuerza. Algunas de las 11 historias reunidas aquí os romperán el corazón pero otras os harán reír a carcajadas, y en ciertos casos pasaréis de la risa a la desolación en apenas un par de líneas. Ésa es una de las muchas virtudes del autor: su destreza para el drama y también para el humor, sobre todo cuando introduce detalles relacionados con el sexo y/o la desnudez (lo que me recuerda a lo mucho que también me reí con Snuff de Chuck Palahniuk). Matrimonios en declive, gente en el último episodio de su vida, regresos al paisaje de la infancia, inesperados triángulos de amistad... Favoritísimo. En la web de Sajalín se puede leer completo el primer relato, “De segunda mano”, del que os avanzo aquí el inicio:
La posesión más preciada de Laura eran las botas camperas de piel de avestruz que descansaban junto a la cama. Procuraba tener siempre a mano sus pocas pertenencias, porque la casa no le inspiraba demasiada confianza. Había una habitación en concreto que prefería evitar: la sala de estar. Intuía la presencia de un fantasma o la impronta, quizá, del fracaso matrimonial del anterior inquilino. Su novio estaba hablando por teléfono en la habitación contigua, eso era lo que la había despertado. Lo oyó decir: “Yo qué sé, ¿cómo voy a saberlo? Lleva así unos días, ¿qué quieres que te diga?”.
Aún adormecida y a falta de contexto, se preguntó si se estaría refiriendo a ella o a la hija de su anterior pareja. Sally, una niña solitaria de ocho años, huraña e insociable, pero más lista que el hambre. Impactó una bellota contra el tejado, seguida de otras dos,
como si hubiesen convenido en forzarla a levantarse en contra de su voluntad. La casa se alzaba en los confines de una ruta campestre, cercada de robles blancos; no estaba mal, pese a ser el enésimo alquiler barato que jalonaba su biografía. Al final, algún avispado acabaría haciéndose con una hipoteca tirada de precio aduciendo que necesitaba reformas. Lo que necesitaba, en todo caso, era una bola de derribo, solo gente muy desesperada querría anidar bajo un techo así, lo que no hablaba muy bien de ella como inquilina. Era la casa de su novio y llevaban seis meses viviendo juntos. 
Decidió quedarse en la cama todo el día y decirle a su novio que le dolían los ovarios. Ella nunca había tenido casa propia. Se había acabado transformando en una remolona de manual. Seis meses atrás, al mudarse a Bowling Green de manera provisional, se había puesto a trabajar de camarera en un bar de copas, pero no duró mucho. Ahora que lo pensaba, no duraba mucho en ningún empleo. O bien se cabreaba con el jefe y renunciaba, o bien le cantaba las cuarenta a un cliente sobón y la despedían. Su puesto actual pendía de un hilo, percibía ya los últimos coletazos. En breve, se vería de nuevo en la calle.
[Sajalín Editores. Traducción de Javier Lucini]
 
